TESTIMONIO: MASACRE EL MOZOTE

Publicado en por Vladimir Alfaro

TESTIMONIO DE RUFINA AMAYA: Me llamo Rufina Amaya, nací en el cantón La Guacamaya del caserío El Mozote. El once de diciembre del año 1981 llegó una gran cantidad de soldados del ejército. Entraron como a las seis de la tarde y nos encerraron. A otros los sacaron de las casas y los tendieron en las calles boca abajo, incluso a los niños, y les quitaron todo: los collares, el dinero. A las siete de la noche nos volvieron a sacar y comenzaron a matar a algunas personas. A las cinco de la mañana pusieron en la plaza una fila de mujeres y otra de hombres, frente a la casa de Alfredo Márquez. Así nos tuvieron en la calle hasta las siete. Los niños lloraban de hambre y de frío, porque no andábamos con qué cobijarnos. Yo estaba en la fila con mis cuatro hijos. El niño más grande tenía nueve años, la Lolita tenía cinco, la otra tres y la pequeña tan sólo ocho meses. Nosotros llorábamos junto a ellos. A las siete de la mañana aterrizó un helicóptero frente a la casa de Alfredo Márquez. Del helicóptero se apearon un montón de soldados y entraron donde estábamos nosotros. Traían unos cuchillos de dos filos, y nos señalaban con los fusiles. Entonces encerraron en la ermita a los hombres. Nosotros decíamos que tal vez no nos iban a matar. Como la ermita estaba enfrente, a través de la ventana veíamos lo que estaban haciendo con los hombres. Ya eran las diez de la mañana. Los tenían maniatados y vendados y se paraban sobre ellos; a algunos ya los habían matado. A esos los descabezaban y los tiraban al convento. A las doce del mediodía, terminaron de matar a todos los hombres y fueron a sacar a las muchachas para llevárselas a los cerros. Las madres lloraban y gritaban que no les quitaran a sus hijas, pero las botaban a culatazos. A los niños que lloraban más duro y que hacían más bulla eran los que primero sacaban y ya no regresaban. A las cinco de la tarde me sacaron a mí junto a un grupo de 22 mujeres. Yo me quedé la última de la fila. Aún le daba el pecho a mi niña. Me la quitaron de los brazos. Cuando llegamos a la casa de Israel Márquez, pude ver la montaña de muertos que estaban ametrallando. Las demás mujeres se agarraban unas a otras para gritar y llorar. Yo me arrodillé acordándome de mis cuatro niños. En ese momento di media vuelta, me tiré y me metí detrás de un palito de manzana. Con el dedo agachaba la rama para que no se me miraran los pies. Los soldados terminaron de matar a ese grupo de mujeres sin darse cuenta de que yo me había escondido y se fueron a traer otro grupo. Hacia las siete de la noche acabaron de matar a las mujeres. Dijeron “ya terminamos” y se sentaron en la calle casi a mis pies. “Ya terminamos con los viejos y las viejas, ahora sólo hay esa gran cantidad de niños que han quedado encerrados. Allí hay niños bien bonitos, no sabemos qué vamos a hacer”. Otro soldado respondió: “La orden que traemos es que de esta gente no vamos a dejar a nadie porque son colaboradores de la guerrilla, pero yo no quisiera matar niños”. “Si ya terminaron de matar a la gente vieja, vayan a ponerles fuego”. Pasaron los soldados ya con el matate de tusa de maíz y una candela prendida, y le pusieron fuego a las casas donde estaban los muertos. Las llamas se acercaban al arbolito donde yo estaba, y me asustaban las bolas de fuego. Tenía que salir. Se oía el llanto de un niño dentro de la fogata, porque a esa hora ya habían comenzado a matar a los niños. “—Andá ve, que a ese hijueputa no lo has matado”. Al ratito se oyeron los balazos. Escuché que los soldados comentaban que eran del batallón Atlacatl. Yo conocía a algunos de ellos porque eran del lugar. Uno era hijo de Don Benjamín, que era evangélico. A Don Benjamín también lo mataron. En esa casa había más de quince muertos. Seguro que el muchacho vio cuando lo mataban, porque ahí andaba él, y también otro al que le decían Nilo. “Mirá, aquí habían brujas y pueden salir del fuego”. Uno de ellos se me sentaba casi a los pies. Yo del miedo no respiraba. Podía escuchar su conversación: “Hemos terminado de matar toda esta gente y mañana vamos a La Joya, Cerro Pando…” Cerca de la una de la mañana uno dijo: “Vamos a comer algo a la tienda”, y escuché los ruidos de botellas. Yo no tenía más salida que para allá, porque hacia acá estaba lleno de soldados. Era un poco difícil salir. Estuve como una hora pensando para dónde me podía escapar. Como a los animales les gusta la luz y allí había bastante ganado, unos terneros y unos perros se acercaron al fuego. Yo le pedí a Dios que me diera ideas para ver cómo iba a salir de allí. Me amarré el vestido, que era medio blanco, y fui gateando por medio de las patas de los animales hasta el otro lado de la calle, que era un manzanal. Me tiré a rastras bajo el alambrado, así como un chucho, y quedé sentada del otro lado a ver si oía disparos, pero no se escucharon. Sólo se oía gritar a los niños que estaban matando. Los niños decían: “¡Mama nos están matando, mama nos están ahorcando, mama nos están metiendo el cuchillo!” Yo tenía ganas de tirarme de vuelta a la calle, de regreso por mis hijos, porque conocía los gritos de mis niños. Después reflexionaba, pensaba que me iban a matar a mí también. Me dije: “será que tienen miedo y por eso lloran. Tal vez no los vayan a matar, tal vez se los lleven y algún día los vuelva a ver”. Como uno no sabe lo que es la guerra, yo pensaba que quizás los podría ver en otra parte. “Dios mío, me he librado de aquí y si me tiro a morir no habrá quién cuente esta historia. No queda nadie más que yo”, me dije. Hice un esfuerzo por salir de ahí; me corrí más abajo por la orilla del manzanal, me arrastré, bajé del alambrado y me tiré a la calle. Ya no llevaba vestido, pues todo lo había roto, y me chorreaba la sangre. Bajé a un lomito pelado; entonces quizás vieron el bulto que se blanqueaba. Me hicieron una gran disparazón, y corrí a meterme en un hoyito. Allí me quedé hasta el siguiente día, porque eran ya las cuatro de la mañana. A las siete todavía se escuchaban los gritos de las muchachas en los cerros, pidiendo que no las mataran. A las ocho de la mañana vi marchar soldados del lado de Ojos de María, La Joya y Cerro Pando. Iban en grandes grupos. Yo pensaba en mi hoyito que me podían descubrir, porque estaba cerquita de la calle. Como cosa de las tres de la tarde, ellos subieron de regreso. Ya en La Joya y Cerro Pando se miraba una gran humazón. Todo humo negro. Yo estaba en medio y pedía a Dios que me diera valor para estar allí. A las cinco de la tarde los soldados treparon para arriba. Se llevaban los cerdos y las gallinas. Todo se lo llevaban. A las siete de la noche me dije: voy a salir a buscar un río, porque tenía sed. Conocía bien ese lugar porque ahí me había criado. Y así escapé, cruzando las quebradas en lo oscuro y rompiendo el monte con la cabeza. Atravesé por casas en las que sólo había muertos. Llegué cerca del río como a las diez de la noche. Allí me quedé en una casita de zacate. Lloraba largamente por los cuatro hijos que había dejado. Estuve ocho días en ese monte. Sólo bajaba a tomar un trago de agua a la orilla del río y me volvía a esconder. Así estaba cuando una niña me encontró. Ella venía arrastrando un costalito y entonces escuché una voz que le decía “¡apurate, Antonia!” porque ellas iban a traer el maíz a esa casita donde yo dormía. Pensé “Dios mío, aquí está la familia de Andrés”. Entonces yo les salí al camino por donde iban a pasar y me senté para que me vieran, porque yo no tenía ganas de hablar. Ya me había puesto un suéter y un pantalón viejo que había hallado en una casa, porque me daba pena andar sin ropa. La niña le dijo “¡Mama, allí está la Rufina!”. Cuando me vieron, se asustaron. Ellos sabían que yo vivía en el mero Mozote. Y como habían visto la gran humazón, pensaron que todos estaban muertos. Entonces Matilde corre, me abraza, me agarra y me dijo: “Mire, ¿cómo fue Rufina? ¿Qué pasó donde nosotros? ¿Y mis hermanos? Lo que yo le puedo decir es que a toditos los mataron”. Empezamos a llorar juntas y ella me dijo: “Pues usted no se va a ir para ninguna parte. Se queda con nosotros”. Las dos llorando, pues yo no podía decirle más ni ella a mí. “Vamos a mi cueva junto a la quebrada”, me dijo. Me llevaron a bracete porque yo tenía siete días sin comer ni beber nada. Cuando llegamos a la cueva donde se habían escondido, vi una mujer bien maciza que lloraba a gritos porque a sus hijos también los habían matado. Toda la tarde lloré con esa familia. Como a los quince días me tomaron una entrevista; me fueron a buscar al lugar en donde estaba, porque se dieron cuenta que yo había salido. No puedo decir quiénes eran, pues yo no entendía en ese momento, pero eran personas internacionales. Después de que me tomaron esa entrevista fuimos a El Mozote para ver si yo veía a mis hijos. Vimos las cabezas y los cadáveres quemados. No se reconocían. El convento estaba lleno de muertos. Quería hallar a mis niños y sólo encontré las camisas todas quemadas. Después nos fuimos para Arambala y allí estuvimos con una familia hasta que casi un año después, en el 82, marché para los campamentos del refugio en Colomoncagua, donde se encontraba más gente que andaba huyendo. Al principio no comía ni bebía. Me daban jugos de naranja a la fuerza, porque yo pasaba el día llorando por mis niños. Yo había quedado sola, pues a mis hijos me los habían matado y a mi compañero de vida también. Hasta entonces nunca hubo amenazas. Un día pasaron unos aviones que tenían luces verdes y rojas. Al siguiente se oyeron morteros, y ya en la tarde entraron y mataron a la gente. Si nosotros hubiéramos sospechado que nos iban a masacrar, nos hubiéramos ido de allí. Creyeron que nosotros colaborábamos con la guerrilla, pero ni los conocíamos. No había de esa gente allí. Después de seis meses fui recuperando mi vida. Encontré a la otra hija que tenía, que ya era casada y vivía en otro lugar. Si hubiera vivido conmigo también hubiera sido masacrada. Siquiera uno de mis hijos había quedado. Empecé a comer, mi hija lloraba junto a mí para que comiera y tuviera ganas de vivir. Después estuve en Colomoncagua por siete años y me volví para acá. Allí estuve mejor. Una no deja de sentir el dolor por sus hijos, pero ya dentro de una comunidad se siente un poco más tranquila. Más tarde tuve a la otra niñita, que es la que me consuela ahora. Comencé a tener amistades y a tener fortaleza. Al ver la injusticia que habían hecho con mis hijos, yo tenía que hacer algo. La que me daba más sentir era la niña de ocho meses que andaba de pecho. Me sentía los pechos llenos de leche, y lloraba amargamente. Empecé a recuperar mi vida, me integré a trabajar con la comunidad y estuve seis años allá. Me sentía más fuerte porque compartía mis sentimientos con otras personas. Todo fue un error. Nosotros vivíamos de la agricultura, de trabajar; habíamos estado moliendo los cañales, haciendo dulces. No creíamos que podía llegar una masacre a ese lugar, porque allí no había guerrilla. Quienes habían estado eran los soldados. Apenas hacía un mes que habían salido. A un señor que se llamaba Marcos Díaz, quien tenía una tienda, dos días antes de la masacre le habían dejado pasar camionadas de alimentación. Siento un poco de temor al hablar de todo esto, pero al mismo tiempo reflexiono que mis hijos murieron inocentemente. ¿Por qué voy a sentir miedo de decir la verdad? Ha sido una realidad lo que han hecho y tenemos que ser fuertes para decirlo. Hoy cuento la historia, pero en ese momento no era capaz; se me hacía un nudo y un dolor en el corazón que ni hablar podía. Lo único que hacía era embrocarme a llorar.

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